martes, 14 de julio de 2009

Piel de gallina.

Cuarenta y seis personas llegaron hoy desde Cuba. Algunos hijos y nietos de asturianos. Otros se fueron siendo niños a la aventura y no habían vuelto desde entonces a su tierra. Uno de ellos se reencontró con su hermano después de cincuenta años. Medio siglo.

Veo la jugada, desenfundo micro y que me cuenten su historia. Las razones de su marcha no eran demasiado originales. Hambre, miseria y ansias de encontrar una vida mejor.

Lo original era la escena en sí misma. Unidos hombros sobre hombro. Ahí no había dios que los despegara. No hubo lugar a gestos grandilocuentes de felicidad. Les bastaba con tocarse, como si necesitaran una prueba empírica de que efectivamente aquello estaba pasando.

Lo más llamativo fue que mientras el que venía de Cuba ofrecía una cara de felicidad absoluta, su hermano, el que se quedó en Asturias, estaba abrumado. Jamás he visto una conjunción tal de emoción y tristeza. Cómo me hubiera gustado adivinar cuántos recuerdos había detrás de las lágrimas, que lenta pero obstinadamente asomaban por sus ojos.

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